martes, 28 de mayo de 2013

En el camino.



Partimos rumbo norte, no sin antes hacer una pirula en la peatonal calle Real para dar la vuelta, bajando la calle San Agustín y atravesando el popular barrio de La Ardila. En San Agustín, la terraza del freidor-churrería, luciría más si entre algunas de las mesas reposara su aburrimiento un cactus y pasease por entre las patas de las sillas algún que otro escorpión. Una caja con caballas "frescas, recién cogidas en la bahía" y otra con boquerones, parecen el calzado de un joven, camisa abierta a cuadros blancos y azules, que vende el género junto a un viejo de bigote blanco amarillento, rodeado por un corro de decepcionados con la vida. Naranjos de amargas naranjas; coches aparcados en batería a la derecha, y a la izquierda, como se ha podido.

Atacamos la autovía que inicia el viaje a nuestro destino, a unos 100 kilómetros, metro arriba, kilómetro abajo. Dejamos atrás la pasarela de la estación de ese monumento local que es el Bahía Sur, con el eje longitudinal del viejo Renault Clío paralelo al del Parque del Oeste o del Colesterol. Polígono industrial de Fadricas. Más allá, el viejo arsenal. Y aún más allá, una incomparable panorámica de la bahía flanqueada por el lucido saliente de la ciudad de Cádiz al noroeste y el lastimero esqueleto de los astilleros y el muelle de La cabezuela por el este.

A la altura de Chiclana de la Frontera nos desviamos para tomar la carretera convencional que nos permite vislumbrar, pasado el cementerio mancomunado, sobre una meseta irregular e idónea para una remota defensa, la blancura de la atalaya que fue el pueblo de Medina Sidonia. Lomas de baja cota visten de verde, arbustos y sendas, pequeñas grutas conejeras, de verde, a un lado y a otro de la incómoda serpiente que es la carretera.

Medina desciende al norte y se abandona a sí mismo como pueblo. El precio que se ha de pagar contra el olvido. Hacia el sur, en un llano, incontables balas de paja en forma de enormes cilindros, se ordenan sobre el resto amarillo que espera el fuego. Uno no entiende de dónde vienen los grupos de eucaliptos o el porqué de la formación militar de pinos que dejamos, en guardia, mientras divisamos los monstruosos molinos de viento que nos anuncian nuestra llegada a una segunda autovía que apenas nos hará sentir la conocida Ruta del Toro.

No se admiten bicicletas, viandantes, carros tirados por animales, vehículos agrícolas,... Se nos admite a nosotros, que salimos más favorecidos en los retratos que hacen los radares. Al sur, mostrando lo que queda de tiempos mejores, los sólidos muros de lo que alguna vez pudo haber sido algún tipo de fortificación sobre una cresta topográfica de mediana elevación. Bajo ésta, plácidos ignorantes, los sementales agradecen, celebran la primavera y dan buena cuenta de la frescura de sus pastos.
La autovía apenas baja y apenas sube. Curvea a lo sumo y atraviesa bajos collados que a veces están cubiertos de bóvedas artificiales. Nada tiene que ver el conocido anuncio de Osborne con los animales que acabamos de dejar atrás.

Alcalá de los Gazules apenas se deja ver a nuestra izquierda. Aquí la Sierra de Cádiz ya se hace notar y la diversidad de tipos de alcornoques es dueña de los bosques despejados que ascienden, respetando en lo que me parece un misterio, algunos claros que a veces visten de color violeta. Descienden también, los alcornoques, hasta tocar algún embalse, como el formado por el río Rocinejo a nuestra derecha. Viejos abrevaderos junto al río Alberite y al sur, laderas escarpadas manchan de gris el color predominante de la estación.

Camino de servicio, nos dice una señal. Y más adelante, con un orgullo que se me antoja patético "Red de Carreteras de Andalucía".

Otro embalse, a la derecha, más siniestro, ahoga los resignados esqueletos de lo que alguna vez fueron robustos alcornoques a los que la naturaleza decidió sacrificar. Ahora sí que ascendemos. La calzada de la autovía da a luz un nuevo carril para los pesados camiones de contenedores que se dirigen, casi con toda seguridad, al puerto de Algeciras, y que apartan su lentitud para que el viejo Renault Clío pueda atacar con resuello, el sofocante repecho y pueda atravesar con alegría, uno de los tantos puertos atunelados. No puedo dejar de pensar en lo agotadores que resultan estos campos de alargadas pendientes para quien se dispone a caminarlos.

Se extiende Charco Redondo, a derecha e izquierda, con sus orillas pobladas de eucaliptos y rurales construcciones moriscas, justo antes de otro repecho que, una vez traspasado, deja a las claras que uno ha entrado en plena sierra, con cotas de piedra sombreradas por algunas nubes de un blanco ovino.
Olla de ahojiz, y el paisaje se transforma de nuevo. Ya se intuye la soledad del peñón de Gibraltar, que se muestra descoronado, lo que nos dice que el tiempo es de poniente y que, en Algeciras, tendremos calor seco.

Torres como reposo al tendido eléctrico lucen nidos de cigüeñas. Los Barrios se asienta al este, humo de chimeneas bordean la costa este de la bella y sucia bahía de Algeciras.

Dejamos por la retaguardia polígonos industriales, naves de venta de coches, el hotel Alborán,.. Entramos en Algeciras. Nos saludan los serios bloques del barrio de San José Artesano y seguimos la autovía que circunvala la siempre floreciente ciudad y que, abraza con sutileza, el recinto para la feria y la plaza de toros. Salimos hacia la avenida Virgen de la Palma, que descendemos, frente a Los Sauces.

La antigua Nacional 340 es la columna que vertebra el centro de la población. La tomamos y cuando ya empieza a ser conocida como "El Secano", bajamos, a la derecha, por la Fuentenueva, calle en la que un escalofrío, síntoma nostálgico, también anuncia que es el final del trayecto. Aparcamos. Y dejamos dormitar al viejo Renault Clío, que por hoy, ha sido nuestro Rocinante.


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