El tren de regreso. El
último medio en el que uno espera agotar sus reservas de melancolía, avanza,
sobre una cómoda suspensión; algo similar a la flotabilidad de un barco en
mitad del océano. Pero más relajante que sobre el mar, esta danza que hoy es electrónica,
a lo largo de los raíles, permite cierta calma al espíritu que, en
contraposición al balanceo en el mar, se antoja más propicia a la reflexión
ante lo vivido y leído.
Lo vivido aún parece
necesitar algo más de tierra firme y del amor cercano para ser, de alguna
manera, digerido. Para lo leído sí que me permito una sonrisa, gesto de una
feliz victoria y algún que otro aspaviento.
Ante Cormac McCarthy es
imposible no sentirse herido de gravedad. Tras leer Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, uno siente que ha tragado
el suficiente veneno como para morirse y resucitar varias veces y seguir así de
por vida, como un contemporáneo Prometeo.
Con una prosa culta y
sencilla sintaxis, McCarthy nos invita a hacer un recorrido sentimental por el
horror, quiero decir, recorrer un tiempo y un lugar, el suroeste norteamericano
de mediados del diecinueve, con un agresivo realismo y una impersonalidad
narrativa, que no es difícil al lector descubrirse en un gesto por limpiarse de
sangre la cara en cualquiera de los salvajes pasajes leídos. McCarthy sabe
describir como nadie y dibuja personajes con tal maestría que se podría pensar
que existieron realmente en algún momento de la historia.
Pero no trata este
texto de ahondar en la crítica profunda, más bien de un razonamiento
superficial que permita pensar con lo escrito sobre lo leído. Entonces extraigo
de forma irresistible de las páginas de Meridiano
de sangre a "el juez Holden". ¿Quién coño es el juez Holden?
Literalmente, se pregunta uno durante todo el desarrollo de esta magnífica
novela. El personaje es físicamente violento en su propia descripción y,
violento, mucho, en sus actos y palabras pero, sabio, sin embargo, poseedor de
conocimientos ancestrales y modernos. Podría decirse de Holden que es un
anticristo. ¿O podría decirse de él que en cierto modo es un salvador? Desde
luego un personaje con el que podrían crearse miles, millones de personajes
novelados y, sin embargo, uno no puede dejar de sentir que se trata de alguien
muy real y que es de este mismo tiempo nuestro. Enigmático es el juez Holden,
tanto como su propio creador, cuya biografía resulta igual de desconcertante.
Pese al disfrute
literario que me producen las obras de Cormac McCarthy no puedo eludir la
sensación de que no he sabido leer con la suficiente inteligencia, y que, de
cualquiera de sus obras, una única lectura parece apenas un mínimo acercamiento
a un complejísimo universo.
Cuál no sería mi
sorpresa al ver la versión cinematográfica de la obra de teatro Sunset Limited, también de McCarthy,
dirigida por Tommy Lee Jones e interpretada por el mismo y Samuel L. Jackson,
al darme de frente con una peculiar evolución de Holden o, quién sabe, del
propio McCarthy, en los fascinantes y últimos diez minutos de la obra.
No daré más pistas al
respecto. Pero no abandono Sunset Limited.
Porque es aquí donde me encuentro, en la figura de el profesor con la viva encarnación de El lobo estepario de Herman Hesse, al menos, en la mayor parte de
la obra. En el caso de Sunset Limited,
un lobo, desde luego, mucho más dramático.
El
lobo estepario de Hesse es un libro iniciático, toda
una propuesta de caminos y de pasos a seguir, a mi juicio, demasiado
proselitista y sin duda, una obra precursora de las bazofias de autoayuda que
hoy bombardean nuestras librerías. No puedo decir que haya perdido el tiempo
con su lectura. Y no le voy a negar su valor, que lo tendrá, seguro, cuando tanto
lector instruido en lecturas lo recomienda; y bueno, puedo reconocer su
importancia en su época, pero no ahora, tiempos en los que la teosofía y
Krishna Murti parecen tan lejanos y que tanto folletín de autoayuda vienen a
decir más o menos lo mismo, quizá, con una menos honrosa intención.
Me entristece no haber
encontrado en Paul Davis la maestría en la divulgación de la mecánica cuántica
de que hace gala la crítica y que, por ejemplo, sí se puede apreciar en la obra
de Brian Greene en un aspecto de la misma aún más complejo como es la teoría de
las supercuerdas. En este caso de Davis podría decir que me he sentido
afortunado por haber encontrado primero otros autores que sí que supieron
anclar en mi inquietud y la fascinación por el universo de lo enormemente
pequeño para así tratar de entender lo obscenamente grande. Y Brian Greene
podría ser abanderado de dicha fortuna mía. Además, es justicia admitirlo, la
tendencia de Davies a lo religioso, quiero decir, la forma en que entiendo de
su obra de dejar entrever sutilmente, en el fondo de la cuestión a una deidad,
probablemente a una muy particular, no me ha resultado demasiado agradable.
Hace ya algún tiempo
acabé disgustado con Antonio Muñoz Molina por su Ardor guerrero. Así que, hombre conciliador como me reconozco, en
un acto de buena voluntad, decidí acercarme de nuevo a la obra del bueno de
Antonio, ya que tanto, de una manera o de otra, él ha hecho por acercarse a mí.
Y creo que El invierno en Lisboa no
ha sido un mal comienzo, aunque no del todo satisfactorio. Reconozco que en la
novela de género, en este caso novela negra, es sumamente complicado evitar los
lugares más comunes sin salirse de los cánones propios de dicho subgénero. Así
que podría decirse que con esta novela de Muñoz Molina uno puede disfrutar de
algunos buenos ratos y poco más.
La dificultad de
brillar en la novela de género es algo que supo entender desde un principio el
genuino Paul Auster. Sí, otro norteamericano, y judío, para más señas, y de
Nueva York. Auster publicó su primera novela bajo seudónimo. Ante este hecho,
el autor desde siempre alegó que si hizo esto no fue por otra razón que por
tratarse de una obra meramente alimenticia, hasta poder despuntar como siempre
pretendió, en el competitivo mundo de la creación literaria. En aquella ocasión
la obra en cuestión también era una novela negra y, repito, tal vez Auster fue
del todo consciente del problema que suponía el género en una primera novela.
Hizo bien, y después le vino el mundo entero.
No conseguir entender
por qué la obra de Paul Auster es tan popular, gusta a tantos y en tantos
países diferentes me hace sentir torpe.
Así que mientras trato
de entender ésta y otras cuestiones, algo que no me abandonará y que procuraré
hacer durante estas breves vacaciones en el hogar; y ya que el tren anuncia mi
parada y que celebro el final de este reiterativo periplo, doy descanso al
lector de todas estas divagaciones que son parte de una intimidad mal
entendida.