Tal vez el único y
último sentimiento colectivo que experimentamos o que realmente merece la pena conservar
sea el horror. Tal vez ya no se puede considerar otro estado que una más a una
sociedad. Y tal vez sea que el horror nos une porque nace de una mirada individualista,
del egoísmo podríamos decir, como parte esencial de nuestra supervivencia como
especie.
No podría demostrarlo
con documentos, pero hoy se cobran más vidas la depresión o la ansiedad que el
cáncer o los accidentes de tráfico. Me pregunto si esto último no estará
también íntimamente relacionado con lo primero. El caso es que se está más
cerca de la muerte en la depresión y en la ansiedad que de la vida. Hasta aquí
y ahora nos hemos traído nosotros solitos. Era lo que deseábamos sin saber; o
mejor dicho, sin querer saber. Después ya veremos, no nos dijimos, si alguna
vez lo pensamos. Convencida la muerte de que nos hemos vuelto animales
complejos asistimos a la permanente actualización de sus sistemas en una sofisticación
cuyo objetivo no es otro que el de provocar el horror de quien la contempla. De
perder esa batalla, la muerte, estaríamos perdidos y sin remedio. Aquellas
últimas palabras del señor Kurtz llevan repitiéndose en mi cabeza toda la
semana. Desde Boko Haram pasando por Túnez y cayendo en Los Alpes, por colocar
algunos ejemplos de cierta repercusión, las palabras del hombre de Conrad
hablaban del futuro. Y el futuro es hoy. El futuro somos nosotros.
¿Quiénes somos
nosotros?
Miramos a través de las
lentes del microscopio. Para empezar la polución ya nos dificulta bastante la
faena. No obstante, observemos: Nosotros somos la vida animal más desarrollada tecnológicamente
sobre la Tierra. Pero no, no es eso lo que nos define. Nos definimos mucho
mejor con la sociedad sin tiempo para criar y educar y preparar a sus
descendientes; la sociedad sin tiempo para cuidar de sus mayores; la sociedad
sin tiempo para conversar sin límites sobre todo lo conversable; la sociedad en
la que las humanidades o la creatividad son un aparte y la ciencia está al
servicio de la blitzkrieg auto aniquiladora. Se podría decir que somos la
sociedad esclava del producto de su propia invención, el dinero; pero es que ni
siquiera es eso, es algo peor, y que no tiene nombre, y que tiene que ver con
el tiempo que pasamos entre el útero y la sepultura, pero que tampoco es eso.
Después ocurre que un individuo, piloto de la aviación comercial para más
señas, decide mandarlo todo al carajo seguido de forma involuntaria por ciento
cuarenta y nueve compañeros de tragedia. Y nadie puede responder a qué es lo
que ha pasado. Y todos, al unísono, susurramos a las orejas de los que no
pueden escuchar y que también somos nosotros "el horror, el horror".
El líquido escurridizo de la culpa inunda nuestras calles -no lo vemos, desde
luego- sin que nos paremos siquiera un segundo a pensar que en realidad todos volábamos
en ese avión, como víctimas; del mismo modo que somos quienes lo arrojamos de
forma brutal sobre las afiladas rocas de las montañas que apuntalan el Mont
Blanc.
Incurriré en la
obviedad de forma intencionada. Si hay algo que pueden compartir el ciudadano
urbanita del occidente civilizado y un agricultor del noreste ugandés es la
opinión de que el mundo que le ha tocado vivir es una mierda. En el caso del
africano su nivel de desarrollo lo exime de gran parte de culpa. Nosotros no
tenemos perdón de Dios.
Saben, tengo un huerto,
algo muy pequeño, en el que con mi padre removí la tierra y después plantamos
tomates, pimientos, berenjenas y patatas. Aspiramos a sembrar sandías y en
realidad, todo lo que se nos vaya ocurriendo. Hasta la fecha mis actividades
campestres iban por caminos algo alejados de esto de la siembra y la zoleta.
Ahora que casi todo el trabajo del huerto está terminado y lo que nos queda, a
mi padre y a mí, es esperar y mantener, pero sobre todo, mirar, mirar mucho;
ahora que se puede reflexionar sobre lo ya trabajado, uno piensa en el huerto
más de lo que se podría considerar normal. También ocurre que soy padre de dos
hermosísimos hijos. Fui padre por primera vez demasiado joven para entender en
toda su profundidad lo que aquello significaba. Con el anunciamiento de mi
segundo hijo di algunos pasos más. Ahora, a mis casi treinta y cuatro años,
vuelvo a esperar la llegada de una nueva aportación que contribuya a la
esperanza, espero otro hijo. Cuando voy a casa de mis padres no falto a mi
momento de contemplación (oración) del huerto. Por otro lado, me encuentro en
la fase final de gestación de mi segunda novela. Dadas las circunstancias, el
pensamiento -que es real e inevitable- de que el mundo es una mierda se me
clava en la carne sangrante, y duele.
La ecuación final es
probablemente la más compleja y difícil de entender de la historia de las
matemáticas, cuando no de la historia del ser humano. La vida es maravillosa o
potencialmente maravillosa desde un punto de vista objetivo (vida: nacer,
crecer: avanzar: ser parte de: contribuir a: vida igual a vida sobre la muerte
que es vacío total y absoluto de todo igual a nada). Pero el ser humano (un
símbolo, la victoria de la carne) ha llevado sus pasos hacia un mundo que le
parece una mierda porque realmente es una mierda y siempre, o casi siempre,
históricamente, el mundo siempre le ha parecido una mierda, siempre a peor del
mundo de un tiempo ya pasado.
La vida puede ser
maravillosa, pese a que el mundo es una mierda insoportable. Lo sabemos. Sin
embargo contribuimos más a que el mundo sea una mierda que a la felicidad
inherente a la vida misma (ver lo vivo y vivir y reproducir la vida es
felicidad).
Pero hoy no hay quien
pare a pensar en ecuaciones; hoy más que nunca, lo único que tenemos en la
cabeza son aquellas últimas palabras de Kurtz: el horror, el horror.