sábado, 28 de marzo de 2015

El horror, el horror


Tal vez el único y último sentimiento colectivo que experimentamos o que realmente merece la pena conservar sea el horror. Tal vez ya no se puede considerar otro estado que una más a una sociedad. Y tal vez sea que el horror nos une porque nace de una mirada individualista, del egoísmo podríamos decir, como parte esencial de nuestra supervivencia como especie.




No podría demostrarlo con documentos, pero hoy se cobran más vidas la depresión o la ansiedad que el cáncer o los accidentes de tráfico. Me pregunto si esto último no estará también íntimamente relacionado con lo primero. El caso es que se está más cerca de la muerte en la depresión y en la ansiedad que de la vida. Hasta aquí y ahora nos hemos traído nosotros solitos. Era lo que deseábamos sin saber; o mejor dicho, sin querer saber. Después ya veremos, no nos dijimos, si alguna vez lo pensamos. Convencida la muerte de que nos hemos vuelto animales complejos asistimos a la permanente actualización de sus sistemas en una sofisticación cuyo objetivo no es otro que el de provocar el horror de quien la contempla. De perder esa batalla, la muerte, estaríamos perdidos y sin remedio. Aquellas últimas palabras del señor Kurtz llevan repitiéndose en mi cabeza toda la semana. Desde Boko Haram pasando por Túnez y cayendo en Los Alpes, por colocar algunos ejemplos de cierta repercusión, las palabras del hombre de Conrad hablaban del futuro. Y el futuro es hoy. El futuro somos nosotros.

¿Quiénes somos nosotros?


Miramos a través de las lentes del microscopio. Para empezar la polución ya nos dificulta bastante la faena. No obstante, observemos: Nosotros somos la vida animal más desarrollada tecnológicamente sobre la Tierra. Pero no, no es eso lo que nos define. Nos definimos mucho mejor con la sociedad sin tiempo para criar y educar y preparar a sus descendientes; la sociedad sin tiempo para cuidar de sus mayores; la sociedad sin tiempo para conversar sin límites sobre todo lo conversable; la sociedad en la que las humanidades o la creatividad son un aparte y la ciencia está al servicio de la blitzkrieg auto aniquiladora. Se podría decir que somos la sociedad esclava del producto de su propia invención, el dinero; pero es que ni siquiera es eso, es algo peor, y que no tiene nombre, y que tiene que ver con el tiempo que pasamos entre el útero y la sepultura, pero que tampoco es eso. Después ocurre que un individuo, piloto de la aviación comercial para más señas, decide mandarlo todo al carajo seguido de forma involuntaria por ciento cuarenta y nueve compañeros de tragedia. Y nadie puede responder a qué es lo que ha pasado. Y todos, al unísono, susurramos a las orejas de los que no pueden escuchar y que también somos nosotros "el horror, el horror". El líquido escurridizo de la culpa inunda nuestras calles -no lo vemos, desde luego- sin que nos paremos siquiera un segundo a pensar que en realidad todos volábamos en ese avión, como víctimas; del mismo modo que somos quienes lo arrojamos de forma brutal sobre las afiladas rocas de las montañas que apuntalan el Mont Blanc.




Incurriré en la obviedad de forma intencionada. Si hay algo que pueden compartir el ciudadano urbanita del occidente civilizado y un agricultor del noreste ugandés es la opinión de que el mundo que le ha tocado vivir es una mierda. En el caso del africano su nivel de desarrollo lo exime de gran parte de culpa. Nosotros no tenemos perdón de Dios.

Saben, tengo un huerto, algo muy pequeño, en el que con mi padre removí la tierra y después plantamos tomates, pimientos, berenjenas y patatas. Aspiramos a sembrar sandías y en realidad, todo lo que se nos vaya ocurriendo. Hasta la fecha mis actividades campestres iban por caminos algo alejados de esto de la siembra y la zoleta. Ahora que casi todo el trabajo del huerto está terminado y lo que nos queda, a mi padre y a mí, es esperar y mantener, pero sobre todo, mirar, mirar mucho; ahora que se puede reflexionar sobre lo ya trabajado, uno piensa en el huerto más de lo que se podría considerar normal. También ocurre que soy padre de dos hermosísimos hijos. Fui padre por primera vez demasiado joven para entender en toda su profundidad lo que aquello significaba. Con el anunciamiento de mi segundo hijo di algunos pasos más. Ahora, a mis casi treinta y cuatro años, vuelvo a esperar la llegada de una nueva aportación que contribuya a la esperanza, espero otro hijo. Cuando voy a casa de mis padres no falto a mi momento de contemplación (oración) del huerto. Por otro lado, me encuentro en la fase final de gestación de mi segunda novela. Dadas las circunstancias, el pensamiento -que es real e inevitable- de que el mundo es una mierda se me clava en la carne sangrante, y duele.




La ecuación final es probablemente la más compleja y difícil de entender de la historia de las matemáticas, cuando no de la historia del ser humano. La vida es maravillosa o potencialmente maravillosa desde un punto de vista objetivo (vida: nacer, crecer: avanzar: ser parte de: contribuir a: vida igual a vida sobre la muerte que es vacío total y absoluto de todo igual a nada). Pero el ser humano (un símbolo, la victoria de la carne) ha llevado sus pasos hacia un mundo que le parece una mierda porque realmente es una mierda y siempre, o casi siempre, históricamente, el mundo siempre le ha parecido una mierda, siempre a peor del mundo de un tiempo ya pasado.

La vida puede ser maravillosa, pese a que el mundo es una mierda insoportable. Lo sabemos. Sin embargo contribuimos más a que el mundo sea una mierda que a la felicidad inherente a la vida misma (ver lo vivo y vivir y reproducir la vida es felicidad).


Pero hoy no hay quien pare a pensar en ecuaciones; hoy más que nunca, lo único que tenemos en la cabeza son aquellas últimas palabras de Kurtz: el horror, el horror.

sábado, 14 de marzo de 2015

La tragedia gaditana




Pareciera que la ciudad se ocultase tras esa interminable mascarada; como si tras el antifaz habitasen llorosos y lastimeros ojos de abandonado. Pareciera esto y otras muchas cosas, sentimientos al fin y al cabo, falsa alegría y permanente sonrisa, como risas nerviosas en noches de tanatorio. Asistimos en realidad a un escenario de prolongada y agónica muerte. La ciudad tiene razones más que suficientes para mantener un carnaval de cien días. Para continuar con la fiesta la prolongamos con un puente en el espacio; extendemos la risa de la careta que celebra la vida en la superficialidad de una bahía de lecho fangoso y superficie sensible al viento. Solía justificar el proyecto y la presente existencia del puente. Decía: se trata de la MSC, una gran compañía a nivel mundial (la más grande probablemente, yo he visto barcos enormes en alta mar y a un palmo de cada desierto por cada banda en el Canal de Suez y en muchos puertos bajo las osadas plumas de las grúas portacontenedores, en fin, y puertos llenos de vida alargando la vida portuaria más allá de tierra adentro y pueblos nutriéndose de lo que iba y venía del mar); se trata de recuperar nuestros orígenes. Nuestros orígenes son plenamente oceánicos. El océano es vida más allá de la tierra. Y en nuestros orígenes la vida refluía desde la mar y nosotros -aquellos que éramos- mirábamos sin ver el proceso, era lo natural. Sí, el gaditano viene a ser como una gaviota sin alas: una alegre criatura fascinada y que contempla el mar y baña sus plumas en el juego en orillas de fina arena amarilla. Sí, el gaditano es a la mar como la mar a la ciudad de Cádiz. Nuestros orígenes cobran sentido cuando se piensa en el mar que moja los bloques de hormigón y que a veces es furia pura y que a veces es una caricia y que siempre es una verdad ineludible (o tal vez no, o tal vez no) para una ciudad que ya no ha de temblar bajo el asedio. Para entendernos, nuestros orígenes. La antigua gaviotilla gaditana evolucionó gracias a su forma de entender el mar como único camino hacia el resto del Universo.

La última gran tragedia gaditana es el destrozo del proyecto para una nueva terminal de contenedores. Ya tenemos justificados dos docenas de carnavales más de cien días cada uno de ellos. Ya me dirán de qué manera puedo hablar ahora de lo necesario de ese nuevo puente. Me es muy difícil no mirar hacia el puerto cuando llego a Cádiz. No gasto antifaz, mi tristeza es visible y me pregunto por la ausencia de antifaz en mi rostro. Los norayes sin estachas que los abracen dejan un vacío en mi interior de la misma magnitud del insulto a unos orígenes que por otro lado tratamos de vindicar. Dando la espalda al mar matamos a la gaviota, la estrangulamos lentamente mientras la miramos a sus ojos cubiertos. El silencio gaditano (el gaditano, tan chillón a veces y tan superficialmente beligerante ante las continuas injusticias) es el producto de la costumbre que poco pueden paliar las simpáticas y pretenciosas coplillas de las comparsas. Es por eso que tiene mucho más sentido el alboroto de la chirigota que canta y ríe, siempre por no llorar. Ahora tenemos un puente. Debemos preguntarnos qué o quiénes se han marchado por él.

Pareciera que la ciudad se ocultase y evitase toda verdadera ilusión. Donde otros ven una fiesta me es inevitable ver la depresión endémica de unos genes que han transformado el arco de la boca en una sonrisa de mascarada. Nos obligan a vivir de espaldas al mar. Una isla de gaviotas que han de mirar hacia el interior sin que en el interior exista más alimento que el engaño y la farsa. Alguien debió pensar que quizá, lo mejor, sería que las gaviotas se marchasen; y decidió que para ello, lo mejor, sería un puente. Así podrían quedar asombrados por la proeza mientras abandonan la tierra de sus orígenes contemplando el mar bajo sus alas, desde las alturas, en el largo camino al exilio.

En realidad la ciudad es graciosa y es histórica y no es Dubrovnik ni es Malta ni tiene nada que ver con ciudades verdaderamente turísticas. En realidad Cádiz no es la Venecia que se pretende vender. No lo es. La historia de Cádiz yace sepultada a muchos metros. La historia nos legó al fenicio que hoy y siempre ha sido la gaviotilla gaditana. El fenicio y el cartaginés, llegaron desde la mar y entendieron que para llegar a Cádiz o para salir de ella no les quedaba otra que construir navíos de valiente proa. No le vieron más sentido mirar hacia la tierra, así que no lo hicieron; se quedaron en el pedacito de isla y ya nunca jamás miraron tierra adentro. La mar les daba cuanta vida necesitasen. Sencillamente: la vida se desarrolla mejor cuando es regada de continuo por el oleaje. El pirata lo sabía y el gaditano llegó a ser pirata por convicción, siempre en permanente navegación entre dos aguas. Fue una ciudad de todas las gentes del mundo. Sencillamente: los caminos del mar son los caminos hacia el resto del Universo. Y del Universo venían razas desde sus confines y se quedaban porque vivir en Cádiz era como una no interrupción de la navegación, aun en tierra seguían navegando; y para sentir el aire marino, se asomaban a la bahía, negros y piratas, moros y romanos, todos, la gaviota de hoy, sometida en contra de su naturaleza marina.


La última gran tragedia gaditana es el destrozo de un proyecto para abrirse de nuevo al mar. Sin flota de pesca, el comercio marítimo era una buena opción. Ya no se observan buques Ro-Ro descargando sus tripas ni hombres portuarios de malvivir sentados en el cantil refrescando con cerveza su sudor. Ahora el puerto es una desolación enrejada. Desde fuera se contempla como se haría en un zoológico en el que han muerto todas sus criaturas. Ocurre que a veces la insolencia de un gran transatlántico tapa la vista. El portuario gaditano mide sus dimensiones y sonríe a los que llegan para no entender y para subir a un autobús que les mostrará la abulia del viandante gaditano perdido.  El trayecto durará en el mejor de los casos hora y media. Después embarcarán, y no habrán entendido nada. Y la gaviota presa de la tierra ni siquiera se despedirá, porque tampoco habrá entendido qué ocurrió y cuándo ocurrió, en su ciudad, que había sido tan marinera. La última gran desgracia gaditana es cerrarle el puerto de su esperanza. Para compensarle, un puente. Un puente por el que huir lejos, sin mirar atrás, al fenicio sepultado que una vez llegó a Cádiz por primera vez y pensó que todos los caminos llegaban a Cádiz, siempre desde el mar.

domingo, 8 de marzo de 2015

Chilo y Thomas Hudson hablan sobre las mujeres (Villa en Fort Liberté)


Permanecen un rato en silencio y la mente de cada uno divaga por el laberinto de sus intimidades como viajando muy lejos de allí y volviendo sólo de vez en cuando para espantar una mosca o rascarse la picadura de un mosquito o para retirar con el antebrazo o el pulpejo de una mano el sudor de la cara. Thomas sigue empeñado en su trabajo y Chilo sólo se dedica a mirar.

          -Parece bueno -dice Thomas de pronto.

          Chilo sale de su ensimismamiento y recuerda la taza de café en su mano y bebe un sorbo.

          -¿Parece bueno? -pregunta desconcertado.

          -Ese romance que mantienes con la doctora, parece bueno.

          -No es ningún tipo de romance.

          -¿Ah, no? Entonces, ¿cómo lo llamas?

          Chilo busca palabras con las que parecer convincente pero no las encuentra y entonces supone que simplemente no las hay, no hay palabras para lo que quisiera expresar.

          -La verdad es que tampoco lo sé.

          Thomas se gira y da la espalda a la pintura y sonríe por primera vez desde que Chilo llegase y se sentase a verlo trabajar.

          -Bueno, ahora que sólo estamos los dos podríamos llamarlo romance sin que eso significase gran cosa, ¿no te parece?

          -No creo que debamos hablar sobre eso -dice Chilo muy serio, sus ojos viajan a través de la arcada sobre la balaustrada y se pierden entre las ramas del mango.

          -En mi vida tuve muchas mujeres, ¿sabes? Siempre tenía una mujer a mi lado. Eso me gustaba. Era afamado por ello. Compraba una casa cada vez que tenía una nueva mujer a mi lado. Cuando se acababa la relación también vendía la casa -dice y carcajea brevemente-. Con muchas de ellas recorrí gran parte del mundo y era agradable tenerlas cerca cuando uno se maravillaba con algún nuevo descubrimiento. A ellas también le gustaba eso y era gracioso, me resultaba divertido que esas cosas ocurriesen porque sí. ¿Has conocido muchas mujeres, Chilo?

          -Imagino que conocer no es la mejor manera de decirlo. Algunas ha habido, llegaban por casualidad, y ahora que lo pienso, no sé, es algo que nunca tuvo demasiada importancia para mí.

        Thomas lo mira sonriente y Chilo entiende que la conversación le produce una diversión que le es difícil comprender y cae en la cuenta que últimamente apenas le ha visto sonreír. Trata de peinar su pelo hacia atrás y el flequillo vuelve a caer hacia delante cubriendo parcialmente sus pobladas cejas grises. Reconoce en la mirada de Thomas aquellas miradas de cuando se conocieron.
          
         -Era muy joven -empieza a decir Chilo-. Había una muchacha, apenas puedo recordar su cara, no puedo decir que llegase a conocerla. Creo que ella sí fue importante. Ha pasado mucho tiempo ya, pero ahora que la recuerdo, Teresa creo que se llamaba, sí, Teresita, ahora estoy seguro. Sí, es como si siempre hubiese estado ahí.

          -Me parece que ya sé lo que te hizo Teresita -dice Thomas y arranca en una sonora carcajada.

          Chilo responde con su media sonrisa.

          -Sí, eso debe ser.

        -Todos recordamos a nuestra Teresita, es justo que lo hagamos, incluso cuando se es viejo y ya pensar en mujeres sirva de muy poco -dice Thomas y queda un momento pensativo-. A lo mejor es por eso por lo que ahora creo que es lo justo.

          Cuando Thomas hace ademán de girar su cuerpo para volver a encarar la pintura Chilo habla:

          -No sé si es bueno o no.

          Thomas vuelve a prestarle atención.

          -¿Hablas de Odette?

          -Sí.

          El viejo pintor se despega con dos dedos la camiseta de tirantes de su abultada barriga.

          -Nunca se sabe. Tuve tantas al cabo de mi vida... -dice y luego parece quedar bloqueado y su rostro queda ensombrecido y se muestra serio mientras va y viene de sus pensamientos. Fuerza la sonrisa.

          -¿Y bien?

          -Y bien ¿qué?

          -¿Qué me puedes decir sobre las mujeres?

          El viejo Hudson carraspea.

          -Creo que sólo aprendí una única cosa en todo ese tiempo en el que siempre tenía una mujer a mi lado. Son complejas. Un hombre no debería tratar de entenderlas. Es como intentar alcanzar a nado el centro del océano luchando, sin fuerza y sin saber cómo, contra el intenso oleaje que te hace regresar una y otra vez a la orilla -dicho esto deja de hablar y viejas reflexiones a las que no volvía desde hace mucho tiempo aparecen en la superficie en un proceso incomprensible y misterioso. Chilo escucha con atención-. Muchas veces pensé, cuando las cosas no iban bien con alguna de ellas sobre todo, que Dios no las había puesto en el mundo para lo mismo que nos había puesto a los hombres. Con las cosas así, no es de extrañar que uno acabe como he acabado yo, solo. Estoy casi seguro de que eso no habla bien de mí. También estoy seguro de que es mejor no acabar solo.

          Thomas termina de hablar y se gira de súbito y aplica la punta del pincel con oficio a la paleta donde los colores aparecen mezclados y ninguno es ya lo que en principio debió ser. Luego lleva el pincel a la pintura y retoca algo en ella que a Chilo le es imposible averiguar.

          -Dijiste que habías aprendido algo sobre ellas -dice Chilo.

          Sonriente, Thomas se gira.

          -Sí, nunca se puede estar seguro de algo así. Pero sí, eso creo.

          Saca del bolsillo de la camisa el paquete de cigarrillos, se lleva uno a los labios y lo enciende, se mueve rápido y de una forma mecánica.

          -¿Qué aprendiste?

          Thomas deja correr unos segundos de silencio, como masticando las palabras antes de liberarlas.

          -Que debía amarlas tanto como me permitieran mientras ellas se dejasen.


          Sueltas las palabras ambos ríen y dan por finalizada la conversación y Thomas retoma el trabajo y su gesto es serio, casi preocupado, y Chilo no lo puede ver y también él se torna serio y meditabundo sin que sus pensamientos lleguen a parecerse lo más mínimo a aquellos que recorren fugaces el interior de la cabeza del pintor.