Etimológicamente el
término ingenuo viene a ser "nacido libre".
No me convence, lo
modificaría.
La ingenuidad es más un
anhelo, el de creer haber nacido con la capacidad de materializar... ¿qué cosas?
Demasiado... No. Tal vez ilusiones, tal vez una vida. Me sigue pareciendo
ridículo. No quedan papeles que representar en esta absurda tragicomedia; o en
algo que se le parece. Pero libertad, ¿qué es la libertad? La vida ya ni
siquiera es sueño. Es difícil saber si realmente el ingenuo tiene la culpa de
su propia ingenuidad.
¿Qué fue antes, el río
o el puente?
Un río nunca es el río.
Y el puente, el puente es la utopía. Utopía es un término rancio. El puente, el
puente puede que sea sólo una vereda entre salinas o una improbabilidad
matemática, una singularidad, eso mismo; me encanta cuando lo dicen (escriben)
los físicos: singularidad.
Es justo valorar los
daños al instante de depurar responsabilidades. Podría decir que el mundo, este
mundo, lo expulsa a uno. Pero tampoco es cierto. Es una fuga. Porque entre el
dolor y la nada él eligió la nada. Una nada desde la que observar, que no
esperar, que no desear; una nada desde la que su ingenuidad, el anhelo del
ingenuo, se refleje en el espejismo, en la línea de sombra, ese espacio mínimo
donde se unen cielo y mar; y que es una promesa que nunca se cumple.
Por creer en cosas que
no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió,
por creer, simplemente, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos
dispuestos a enfrentarnos al ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes
de cruzar el puente.
Luego están los daños.
Irreversibles. Irremediables. Los daños. Y también está el olvido, peleando con
la memoria, aquello de lo que pudo haber sido; está lo imposible; están los
molinos, duros e inquebrantables; los altos edificios delimitando una avenida
de un lugar en el que la lluvia nunca cae, liberadora, real, más que lluvia,
mucho más que lluvia, mojando algo más que los tobillos, lluvia de agua que
sólo existe para aquellos que creen en cosas que no existen.
Cuando descubres que la
felicidad de los otros es mentira te estás mirando en un espejo. Todo nuestro
mundo está hecho de espejos. Y buscas a quien reprochar, a quien pedir
consuelo; una mano, un beso de tornillo; otro espejo roto; buscas a ese alguien
que te diga sí, con esa misma fragilidad que es la fragilidad común, la que
descubres al pensarte, caminando sobre la grava que ocupa el solar de una villa
en los confines del universo conocido, más allá del océano Atlántico, donde,
empujado por los alisios, planea la última página del último libro de poemas
que nadie jamás escribió y que probablemente no exista porque el origen de su
sentido no es otra cosa que la estupidez, la humana y pertinaz estupidez. Y
buscas, lo buscas, ingenuamente buscando, sin hallar más que la mirada de un
enemigo que se baja de un autobús antes de tiempo por creer que la elegancia y
el decoro y lo civilizado tienen que ver con la cobardía y con la vergüenza y
con la incapacidad de descubrir en los ojos del otro una intención, el
instinto, la pureza de la más justificada violencia. Y miras a tu alrededor, en
ese mismo autobús, donde antes quizá se coloreaba la ilusión de tu propia
ingenuidad, y te encuentras con el hormigón del cinismo, con la devastación
tras los bombardeos, la mentira, siempre la mentira, con el llanto infantil,
con lo que pudo haber sido, con los cumpleaños que no vivirás, el espacio que
nunca ocupaste, el asombro tras caer por fin el telón y mirar atrás y recontar
la historia que nunca hubieras creído vivir. Te encuentras, definitivamente, lo
haces, encontrarte, y desarmado, y sin nada que decir y sin un bálsamo que
aplicar a la grieta abierta en la carne. Te encuentras. Que es lo peor que le
puede ocurrir a cualquier ser humano.
Cuando crees en cosas
que no existen la derrota es más una querencia que una posibilidad. Esa
estúpida sensación. Abrazas la derrota antes de acercarte, antes de saber de
qué color lleva pintados los labios, a qué sabe la pulpa de su fruto. Tiene
también la derrota, en su centro mismo, el alivio del moribundo cuyas terminaciones
nerviosas han acabado, agotadas, por claudicar. Luego está lo que es imposible conocer; lo
irreconocible, por la edad, por las limitaciones emocionales, por valores que
quién coño puede saber por y para qué una vez entendió que debían regir una
existencia.
Está el mar. Eso sí es
una realidad. Y es un sueño. Y puente, hacia ninguna parte, pero puente. Y es
la mar la muerte, porque lo es, la mar es la muerte, pero muerte dulce, a base
de tanta agua salada.
El mar afecta al ser
humano de un modo incomprensible. Todo viaje ha de hacerse siempre por mar.
Aunque sea el mismo viaje hacia la derrota. Los días de mar te aguijonean
profundamente, te enloquecen, te maravillan; al ingenuo el mar lo alimenta con
el yodo de la humedad en el aire, con la plenitud, con la voluptuosa naturaleza
rodeándolo todo y señalando con un dedo invisible la insignificancia de tu
esencia en un cosmos en el que las reglas son básicas, sencillas, casi
insoportables. Llega después uno a un puerto cualquiera, no importa el nombre
que reciba el lugar, un lugar que nunca vas a conocer, porque es imposible que
nadie conozca un lugar cuando apenas va a tener ocasión de dar más de un
centenar de pasos, un lugar cualquiera, y siempre es otro mundo, con sus
casinos, sus bares para gente de mar y sus putas para gente de mar, con licores
para gente de mar, con fantasías para gente de mar; la sensación de tránsito;
la melancolía del último día; la partida, de nuevo la partida, soltar amarras,
la distancia, cada vez mayor, cada vez mayor el balanceo, el aire, cada vez
mayor, las aves perdidas entre dos mundos, despidiéndose, esas aves que siempre
se están despidiendo; de nuevo a la mar.
Pero seguimos aquí,
debatiendo entre si se pueden encender velas en vasos pegados en el techo,
tratando de saber si otro mundo es posible; a pesar de todo. Y no, así no se
encienden las velas, lo dicen en alguno de los mandamientos que no quise leer.
Lo sabes tú, quien quieras o creas que seas.
El ingenuo piensa, por
ejemplo, que no todo vale en el amor y en la guerra. En la guerra, la guerra
que no provoca el soldado, que no provoca el individuo, ni hombre ni mujer, en
la guerra, uno mata porque lo han colocado en las justas coordenadas en las que
ha de matar para que no lo maten. Así que mata. Lo hace desesperadamente. Mata,
joder, porque se aferra a la esperanza de un día que será mañana, otro día en
el que volverá a repetir la historia del matar para no ser muerto, y así, hasta
llegar el día, de forma sorpresiva, inesperada, ese día, que será mañana, por
fin sea el mañana en que no deba responder a la necesidad de convertirse en
asesino para no ser víctima. El mañana, tal vez, quién sabe, en el que podrá
amar. No todo vale en la guerra. Tampoco en el amor. En el amor uno ama por y
para sentirse amado y lo hace justamente porque las circunstancias lo han
colocado en las coordenadas precisas en las que ha de amar por y para ser
amado. Así que ama. Lo hace desesperadamente. Ama, joder, aferrándose a la
esperanza de que cada nuevo día, amar, sea por y para ser amado, esperando
quizá, quién sabe, llegar al mañana en el que al final sea la mañana de morir,
morir cogido de una mano, morir ante los ojos que lo miraron largamente y a
través del tiempo, desde el deseo primigenio hasta el cerrar de ojos pasando
por ese periodo en el que lo importante son unas primeras sonrisas, primeros
pasos, preguntas primeras y largos paseos titubeantes. Qué ingenuidad.
El ingenuo piensa que
no todo vale en el amor y en la guerra. Las reglas de enfrentamiento son las
mismas. Son más humanos dos soldados que se disparan que los dos transeúntes
que se cruzan, uno con un periódico bajo el brazo, el otro paseando a un
pequinés, dos transeúntes que se cruzan, sin mirarse siquiera un segundo a los
ojos. Son más humanos dos amantes desnudos en la cama que quienes temen que
desnudarse juntos y tumbarse en una cama les pueda costar tener que amarse y
que ese amor comprometa al juego en el que amarse sea compartir más que la vida
y el espíritu. Son las cosas en la que creen los ingenuos, cosas que no
existen.
Por creer en cosas que
no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió;
por creer, y nada más que creer, velas que se encienden en vasos pegados
bocabajo en el techo, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos
a regatear con el ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar
el puente. Otros morimos o matamos. Y ante lo segundo, lo primero.
Supongo que ando
buscando una conclusión, reforzar un argumento que ya de entrada es una ficticia
manera de comprender. Huir. Escapar. Fugarse. Verbos inexactos. Salir, es más
sencillo. Ir de adentro hacia afuera. Salir a la mar. Para bien o para mal. No.
Digo, sí.
Digo: lejos.
Grito: ¡soltar amarras!
Y digo: adiós.
Supongo que ando
buscando otra cosa.
Cuando la encuentre probablemente
será demasiado tarde; cuando la descubra tal vez me sorprenda que también es
una mentira.
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