Existe
un lado misterioso y espiritual en el acto de creación artística. Podría
compararse a aquello de lo que hablábamos del Espíritu en el caso de los
evangelistas. Sin embargo este lado del que ahora trato, el aspecto más
desconcertante de la creatividad, es menos escandaloso y a su vez, más
espectacular y más duradera su consecuencia. Años ha un amigo escritor, uno
formidable, un tipo brillante y un perro rabioso este tipo, me dijo que sentía
dictado cuanto escribía. Recuerdo que cuando me dijo aquello lo miré no sin
cierto escepticismo y con un exceso de ironía. Yo no podía entender a qué se
estaba refiriendo, ignoraba si realmente me estaba hablando en serio o
simplemente se dejaba llevar por su lado más esotérico en un excéntrico alarde
de espiritualidad. Ha pasado el tiempo, y en esta búsqueda mía, siempre
improductiva búsqueda por dar alimento al anhelo espiritual, he vuelto a
recordar aquellas conversaciones, vencida ya la compleja barrera del
escepticismo y con la química de la ilusión inflando mis arterias. Y ahora ya
puedo decir que le doy la razón a este amigo mío, a este tipo sorprendente que
había tratado de abrirme los ojos ante una nueva creencia a la que no había
concedido el más mínimo espacio en mi búsqueda dolorosa. Miguel Delibes, otro
gran amigo y maestro, me hablaba también de un fenómeno que no era más que lo
mismo de lo que me había hablado aquel otro amigo. Delibes sin embargo lo
describía en términos de temperatura. Lo hacía mundano en sus palabras el
fenómeno, ese estado febril, de total abstracción en el que el artista es
empujado, poseído en cierta forma, por una inercia inevitable, un poder que no
se puede reconocer como propio -¿o tal vez sí?- y que tiene una duración
determinada cada vez. La observación del fenómeno me ha llevado a diversas
conclusiones. Desde luego, la primera de ellas, es que dicho fenómeno sí
alimenta mi espíritu, es alimento espiritual, calma ligeramente la sed
insaciable y genera paz, ahí es nada. Todas las conclusiones me llevan a una
sola y me hacen viajar de pronto a algunas palabras atribuidas a Isaac Newton,
palabras que llevo siempre en mi equipaje humano desde hace ya un tiempito. Las
grandes obras de arte, las que son grandes de verdad, todas ellas fueron
creadas en ese febril estado que Delibes describía en términos de temperatura.
Sí, aquello que desde antiguo algunos llaman inspiración y que según Pablo
Picasso, y tantos otros porque la cita es ya lugar común, te ha de sorprender
trabajando. No me gusta hablar de inspiración, prefiero el modo de Delibes,
porque la inspiración evoca algo pasajero, caduco, que muere tras hacer su
aparición y puede haber llevado a la luz una genialidad o no. De lo que yo
hablo es algo eterno. El valor de las grandes obras es imperecedero, no son
afectadas por las modas, las corrientes de estilo y demás; la obra grande,
trascendental, es impregnada por la esencia que se manifiesta en esos momentos
de magnífica posesión, se transmite del autor a la obra y su impregnación es
imborrable. Vuelvo al padre de la física y a aquellas palabras que dejé en el
aire. Como respuesta a las cuestiones malintencionadas de cierto enemigo
llevado por la envidia, enemigo éste, obsérvese el detalle, de corta estatura;
como respuesta decía, el bueno de sir Isaac dijo que si había llegado a
construir su gran obra había sido porque él "iba a hombros de
gigantes". No quiero insultar al lector explicando al detalle el hecho ni
su significado. Lo que mi persona, lo que la parte creativa de mi persona, en
la creación literaria concretamente, observa de las palabras de Newton es su
conocimiento profundo de la esencia que unos llaman inspiración, Delibes
temperatura y aquel amigo mío atribuía a personalidades etéreas con la
capacidad de la comunicación extraterrena con más o menos seriedad. Y va más
allá. No sólo el autor poseído por la fuerza desconocida es capaz de ser medio
para la plasmación de la esencia que hace grande la obra, sino que además, la
obra, no sólo en contenido sino también en forma, es capaz de impregnar su
esencia a quien estuviere dispuesto a recibir. Así que, la medida en la que un
autor es capaz de ser medio transmisor físico, llamémosle poseído en un
señaladísimo entrecomillado, viene determinado por cuanto ha viajado a hombros
de gigante.
Alimenta
mi anhelo esta creencia. Siento su poder arrebatador fortalecido por milenios
de humanidad, un poder originado en las mismas entrañas del universo, y
establece un equilibrio en la lucha que, en mi interior, mantienen el peso insoportable
de la razón y mi humana necesidad de trascendencia, no menos dolorosa. Hablaba
en la anterior entrega al respecto de estos mismos asuntos de la obra de
Steinbeck "A un dios desconocido". Y sin embargo ahora también estoy
hablando de lo mismo, establezco una relación directa con el tema principal de
la novela del norteamericano, objeto por cierto cargado de esencia, con esta
creencia mía en un espíritu creador, dador de vida, extensión de la naturaleza,
impregnación de la magnífica obra universal. Nada me exige creer para ver y sin
embargo no puedo ver, pese a manifestarse el fenómeno digamos mágico. Nada
obliga al sacrificio de nada, uno puede creer o no creer, y si se cree uno es
libre verdaderamente de dar la parte de su vida que considere a esta creencia.
El eterno debate entre el bien y el mal se da en este asunto como única cosa, a
mi juicio, la mejor forma para comprender, otorgando a la razón la parte que le
corresponde. Algo por cierto común en las ancestrales religiones orientales y
en algunos animismos africanos.
Y
sin embargo se mueve, dijo Galileo. Y tanto que es así. La búsqueda se
mantiene, tal vez en el mismo nivel en el que la inicié. La necesidad
espiritual es dolorosa, no en el estado de desesperación que Unamuno atribuía a
los mayores pensadores de la historia, como un ansia de inmortalidad, subido a
la prepotencia del tono de su obra.
Es
curioso cómo este gradual alejamiento de la religión me ha ido acercando, de un
modo en ocasiones terrorífico, al lado de lo espiritual. En los momentos más
inestables trato de convencerme de que es un asunto común a la especie. Imagino
que la razón mayor para el surgimiento de estos anhelos que me vienen desde hace
ya algún tiempo tienen mucho que ver con una maduración de la conciencia. No
obstante, me parece curioso y sorprendente, igual que si fuera un niño, curioso
y sorprendente; y me lo parece aún más ser consciente de ello y serlo de un
ensanchamiento de la propia conciencia. Y así están las cosas a día de hoy: una
insaciable hambre espiritual me taladra desde lo más profundo de mi estrecha y
joven humanidad. Miguel de Unamuno me diría: Ahí estás, joven, y ahí está, ante
ti y dentro de ti, el más grande de todos los misterios: el sentimiento trágico
de la vida. Quizá, le contesto. Y son estas contemplaciones nocturnas, en las
que la bóveda inabarcable de negrura y de luz me hace sentir tan minúsculo, las
que desde hace tiempo obligan a mi pensamiento y a mi corazón; primero a una
necesidad, y luego, a su cubierta. Ahora que ya puedo reconocer la necesidad,
más que nunca la sintiera, el lamentable estado en el que me encuentro no sé si
es ocasionado por la necesidad en sí o por la certeza de que dicha necesidad
jamás será saciada. Y aunque desde hace ya algún tiempo la idea del camino me
alienta y me socorre en las horas más oscuras, en este aspecto de mi ridícula
humanidad, no doy hecho. Creada la necesidad el todo y la nada la misma cosa
son. He tratado hacer algún poema basado en esa idea. Pero me he sentido torpe
y excesivo, un poco Proust, perifrásicamente pedante y sobrealargado. La verdad
es que últimamente apenas puedo escribir un sólo verso que no merezca el abrazo
del fuego purificador. Pero ya digo, que me enredo, la necesidad ahí está, ya
ha sido creada, y la búsqueda de alimento no está siendo nada sencilla.
De
un modo inconsciente empecé por los textos que la tradición de la tierra
impone. No recuerdo ahora de dónde me viene aquello de que los europeos sólo
podemos sentir el cristianismo como religión. Podremos abrazar el budismo o el hinduismo
con cierto interés intelectual, mas no sentirlo. Así que a hacer un repaso sobre
mi cristianismo me dispuse. Recuerdo que con dieciséis años más o menos, quizá
algo menos, me hice hermano de una cofradía que sacaba en la Semana Santa
algecireña a "La Borriquita" y a "La Virgen de las
Alegrías". Fueron un par de años o tres en los que me paseé por aquellas
calles con el olor del incienso y el sabor del anís en los labios bajo el paso
de la Virgen. Había una calle, de hecho la hay todavía, la calle de Montereros,
una tortura adoquinada de diabólica pendiente. Recuerdo que durante esa parte
de la carrera del paso, bajo éste, junto a mí, algunos de los hombres se
descalzaban, para hacer mayor su sufrimiento, y había otros que, sin un motivo
que me pareciese lógico o razonable, lloraban desconsolados y en los altos se
me abrazaban. Me sentía reconfortado en esos abrazos y la emoción, pese a
sumirme en un extraño estado de ebriedad, jamás provocó en mí lágrima alguna.
¿Por qué lloraban? Pienso ahora. ¿Por qué lloraban? Me pregunto ¿Lo sabían
ellos? ¿Acaso les hacía llorar el sentimiento trágico de la vida o era
simplemente por el dolor que el palo sobre sus nucas desolladas producía? El
asunto es que al final, como yo nunca lloré, debí darme cuenta de que aquello
no me llenaba, no me lo creía. Y así es más o menos como me sentí en un tiempo
más reciente cuando tras un abandono total de toda creencia me sumergí en los
textos sagrados del cristianismo. Sería torpe e injusto por mi parte hacerme
eco aquí de mis impresiones, que serían escuetas y, por lo tanto, muy
incompletas. Lo que sí puedo decir es que no encontré demasiadas verdades,
concepto éste, el de verdad, que reconozco complejo y tal vez inexacto. Me
quedo con la figura de Jesús, que no con el Cristo, con su mensaje, o mejor
dicho, con buena parte de su mensaje, y corto en el mismo momento en que la
historia me dice que ha de morir de una forma horrible por el bien de la
humanidad. Parte ésta en la que se sustenta la creación que Pablo de Tarso
llevó a cabo y que llega hasta nuestros días en extrema agonía tras una
historia abominable. Porque la realidad es esa, de Jesús, lo único que la
Iglesia ha querido conservar sobre todas las cosas es su crucifixión y las
consecuencias de ésta, la muerte y su resurrección, esto último como el
verdadero banderín de enganche para una humanidad marcada desde el nacimiento
con el signo inevitable de la muerte.
Ralentizo
mi escrito en el cristianismo, ya digo, por aquello que es la religión única
que en teoría puedo ser capaz de sentir. También me he acercado a las demás
grandes religiones monoteístas. He leído los Suras del Corán y he vuelto a
repasar algunos textos del Antiguo Testamento tras las pistas del pueblo judío,
asunto éste que me sirve para hilar de nuevo con el cristianismo. Desde luego
ambos textos, Nuevo y Antiguo Testamento, no hablan en ningún momento de la
misma entidad divina. Sólo la deidad del Nuevo Testamento es la misma del texto
judío en cuanto deja morir a su hijo por el bien de la humanidad. El dios de
los judíos no sólo es cruel, sino que es vengativo, celoso y cualquier otra cosa
menos el padre de un pueblo elegido. Nada en absoluto de estas religiones me
impulsan a creer en un dios único cuidador de sus hijos, creador de todo cuanto
hay en el universo, omnipotente y justo, sabio y verdadero. Dios éste que por
dogma desplaza a la mujer a un plano inferior, por poner un ejemplo. De hecho
hoy, en pleno siglo XXI sigue desplazándola. Permítaseme la blasfemia: no me
cabe la menor duda de que, conociendo como creo que ya conozco al Jesús de los
evangelios, el hijo del dios de los cristianos debió probar las virtudes de la
carne femenina, como buen mesías que era, y que nada de lo que vino después al
respecto de la mujer en el mundo cristiano tuvo que ver con su palabra y sus
hechos. Un dios que, por poner otro ejemplo, exige, como una especie de tributo,
que un recién nacido pague con el bautizo el pecado que sus padres cometieron
en el feliz acto de amarse. No me convencen estos dioses. ¿Y estos dioses o
este Dios o Alá, son o es, quienes se suponen que han de saciar un espíritu
anhelante de un más allá, de una trascendencia; son quienes han de aliviar el
hambre que al ser humano invade cuando es testigo de una armónica naturaleza
más grande y más verdad que cualquier otra? Al ser humano en el que han de
debatir Descartes y Krishna desde luego que no. Y ése y no otro es el ser
humano del siglo XXI, uno que tras siglos de oscuridad, renacimientos e
ilustraciones, se encuentra ahora inmerso en una nueva era en la que la
tecnología alcanza una progresión inimaginable y que las teorías de la mecánica
cuántica desestabilizan los mismos fundamentos de la filosofía universal.
Toda
vez que la necesidad fue creada fue creado el sufrimiento y la angustia.
Habrá
quien pueda decir que no siente el mismo anhelo espiritual de un servidor, que
para ello tienen la Fe. No saben cuánto me alegro por ellos. Y lo digo sin
segundas, sinceramente, me alegro por ellos, yo no puedo. La Fe o se tiene o no
se tiene, y yo no la tengo. No sé si alguna vez la tuve o si la perdí, el caso
es que a día de hoy no la tengo.
La
Fe o el Espíritu.
Me
viene a la cabeza una obra enorme de un autor también gigantesco donde los
haya, mi muy querido y admirado John Steinbeck. En "Las uvas de la
ira" Steinbeck describe algo que debió ser muy común en las comunidades
evangélicas rurales de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos. Hablaba
Steinbeck del Espíritu y de cómo éste se apoderaba de algunos feligreses
provocando en ellos fenómenos inexplicables similares a los que Regan, la niña
poseída por el demonio de la conocida novela de William Peter Blatty, "El
exorcista". Las referencias a hechos similares me las he ido encontrando
en numerosas obras de la literatura y el cine. Fenómenos que, ligados a la
iglesia evangélica, también se repiten en la actualidad en Sudamérica. Sé que
son fenómenos reales y sé que las personas afectadas por el Espíritu son
capaces de entrar en trances que les hace poner los ojos en blanco y esputar
auténtica espuma blanca como si de un epiléptico se tratase. Y ello ocurre
porque de súbito son poseídos por el Espíritu. Del mismo modo la Fe hace que
millares de personas vean bailar el sol o se produzcan curaciones milagrosas.
Estos fenómenos ocurren realmente, sé que ocurren, están documentados y
avalados por personalidades libres de toda sospecha, fenómenos en cuyo fondo
quizá se aloje algún tipo de explicación fisiológica, física o química, pero
que, sin duda alguna, son activados por el resorte de la Fe o el resorte del
Espíritu. Lo que quiero decir es que me alegro sinceramente por aquellos que tienen
Fe o son capaces de ser poseídos por el Espíritu. Pero yo no tengo Fe ni el
Espíritu se me revela de ninguna de las maneras. Yo lo que tengo es un
auténtico anhelo de espiritualidad, un hambre de trascendencia, y yo, como
criatura del XXI que soy, no puedo conformarme con los dioses tenebrosos y
bélicos que han manejado a la humanidad desde tiempos remotos.
La
antropología nos habla de una diosa en origen. El culto a la diosa madre, el
culto a la dadora de vida extendida a una diosa creadora de cosa viva, una
diosa ligada a lo que mana de la tierra. Aquellos seres humanos primitivos que
por primera vez se establecían en sociedad padecían terrores que para nosotros
serían hoy totalmente incomprensibles en una irreflexiva revisión. Así que
adoraban a la diosa madre y en un grado tecnológico y social limitado por su
juventud, la amaban y la respetaban, sin temor, la respetaban. La religión o la
necesidad inherente a la especie humana fue evolucionando y al fin, la diosa
madre, no sólo fue olvidada sino que, su mayor virtud, o mejor dicho, la
esencia que se desarrolla hasta llegar a ser su mayor virtud, la de traer la
vida de donde antes no la había, queda eliminada y penada. Y sin embargo creo
yo más en la diosa madre, yo que he visto a la mujer traer de sus entrañas la
vida de ojos abiertos, creo más en la diosa de los hombres primitivos que
apenas hacían ya sociedad. Creo que en ella porque su fin humano, lo que su
aportación hace a la especie, es la representación misma del origen de todo. La
diosa madre es más verdad que cualquier dios rencoroso y jamás pidió pago
alguno por dar vida a la vida desde la nada.
Esto
viene porque también uno, después de no descubrir en los dioses más que un
vacío mayor, se acercó a otras creencias, algunas del pasado, otras más
recientes, heterodoxas algunas, ligadas a la ciencia otras. He filosofado y
discutido de filosofía de forma insolente con los clásicos; me he enfadado con
ellos y otras veces, las que más, han sido ellos los que han decidido no seguir
hablando conmigo por enojo. Steinbeck tiene otra obra, mi preferida quizá
"A un dios desconocido". En esta obra Steinbeck hace un alegato por
un renovado panteísmo, de forma maravillosa. Es el dios de Spinoza, perdón, son
las creencias de Spinoza y es el panteísmo indígena americano, lo que vienen
siendo las creencias de Spinoza llevadas a un pragmatismo salvaje y por ello
más auténtico. En "A un dios desconocido" se respira una
espiritualidad que alivia y que te hace sonreír, posiblemente lo más cerca de
un dios que he estado en una lectura. Los dioses que habitan en tan magnífica
novela se pueden sentir, cercanos y tal y como son, fuente de vida en
ocasiones, implacables en otras. E implacables no porque sean llevados por una
injusta y mentirosa personalización, sino implacables porque la naturaleza lo
es, lo es y así lo vemos, observamos su violencia, saboreamos sus regalos y
sentimos su amor en una delectación de una manera profunda y sincera. Spinoza
había llegado a estas conclusiones a través del pensamiento, quizá por desesperación,
como diría Unamuno del "judío portugués". En cualquier caso es que
Steinbeck lo novela en hombres de carne y hueso, y lo hace como nadie. Creo yo
más en ese panteísmo, que no es más que la misma diosa madre o la pacha mama de
los nativos sudamericanos, creo yo más en eso que en los dioses que crucifican
a sus hijos. En "Mis creencias" el más grande pensador de todos los
tiempos, la mente científica más impresionante de la historia, Albert Einstein,
nos dice que su dios, personalizando con el único objeto de hacer más
entendible su pensamiento, es el mismo motor primigenio de Spinoza que yo
extiendo al panteísmo de "A un dios desconocido" de Steinbeck con
algo de osadía y sin embargo, con muy poca vergüenza. Hablamos de un hombre
cuya capacidad de abstracción no ha sido igualada a día de hoy, abstracción,
que es único medio posible en el que uno puede bucear de verás en la
trascendencia. Cuando busco a mis dioses no puedo hacer más que por medio de la
abstracción, es por ello por lo que después es imposible traducirlo al limitado
medio del lenguaje.
Pero
la necesidad creada ya hambre y sed, soledad y sin embargo, sentimiento
colectivo hoy en desuso, me devora desde dentro. Son muchas las cuestiones que
uno hubiera querido para esta entrada. Las reglas del juego me limitan, como
limitan mis pensamientos y sentimientos mis palabras. Pero algo me dice que no
he de parar en este empeño de absurdo y necesario diálogo. He de repasar notas
ininteligibles escritas febrilmente, o quizás sólo tenga que esperar a que la
desesperación me sacuda.
Una
última cosa. En medio de una cena, una docena de comensales, un debate más o
menos existencial. De pronto ese tío raro del fondo sale enérgico de su
silencio y se pone a hablar de filosofía. La sorpresa genera interés, y el raro
del fondo se arranca pues hablando de la filosofía "Gitano-Hippie".
Es entonces el raro del fondo aún más raro si cabe, y de las cosas de las que
habla chocan con su aspecto y la labor que en su vida desempeña. Habla de cómo el
nacionalismo, cualquiera que éste sea, no es más que la triste mezcla resultante
del miedo y el egoísmo. Dice el tío raro que existe un camino y que el conocimiento
por el conocimiento es parte del bien universal, que la cultura en el individuo
genera conciencia individual y que ésta lleva a una conciencia colectiva. Y una
vez más el camino como alivio y la lucha en forma de desobediencia civil son
las armas más preciadas. El tío raro del fondo de la mesa entonces entiende que
ha de callar, que ha dado en hueso, que ahora es más raro que antes y que su
significación, su marca, es ya imborrable. La filosofía
"Gitano-Hippie" provoca la risa en principio. Después ya no hace
tanta gracia. El tío raro defendía banderas y ahora los bares de tapas, y sí,
esto es muy gracioso, pero es serio, tanto que mejor resulta no tomar en serio
una filosofía que, si bien no sirve de alimento espiritual en su gran medida,
quizás haría posible un mundo mejor. O al menos, un mundo más agradable, para
todos.