Es cierto. No me cuesta
excesivo trabajo admitirlo: la fe mueve montañas. Tener fe en algo
-incluso cuando el término fe se emplea fuera del contexto puramente
religioso- es una expresión contra la que poco pueden hacer los
diccionarios. En las jerarquías religiosas existe el empeño de
hacernos entender desde hace milenios, como si la religión fuese
capaz de tenerlo lo suficientemente claro. Desde luego la fe, como
arma con la que luchar contra el sentimiento trágico de la
existencia, es una sana actitud. Más que eso. Respirar para el
organismo, así es la fe para la mente humana. Se podría decir que
la fe lleva una carga importante del elemento optimismo. Me parece
bien. Por otro lado, la fe obliga. La fe requiere voluntad y es
voluntad, tanto como es optimismo. Sin darnos cuenta hacemos un
enorme esfuerzo al decir “tengo fe en esto, tengo fe en lo otro”.
En el caso de las religiones son sus propias jerarquías las
encargadas de la enseñanza y del mantenimiento de ese esfuerzo. La
voluntad, que podríamos decir que es el deseo que motiva un empeño,
es la parte de la fe que, en un fin determinado, genera
consecuencias. Las consecuencias de los hechos motivados por la fe
son siempre relevantes. Es entonces que decimos que la fe mueve
montañas. Para bien o para mal.
Vivimos la convulsión de
un panorama político en el culmen de una demostración empecinada de
su total ineficacia, su invalidez y algo más: su perniciosa
injusticia. Ellos, los políticos, los de siempre, pueden decir y
prometer lo que quieran. Es realmente sencillo. Poco importan los
nombres e ideologías de los partidos, sus nombres propios -el de los
políticos-, el modo en que usan las palabras; nada, no importan,
todo eso, ahora, son como las etéreas partículas que flotan en el
aire sin peso reseñable y que se orientan sumisas e inevitablemente
empujadas por el viento que sopla con más fuerza. Decía que todo
esto es realmente sencillo (y de pronto recuerdo aquello de que todo
cambia para que nada cambie, y chasqueo la lengua y pienso en Grecia,
en estas horas de celebración, y en los días por venir de Grecia y,
ay España). Todo esto es sencillo, porque a poco que le dé a uno
por agitar las neuronas lo suficiente no le va a ser difícil caer en
la cuenta de que lo único capaz de solucionar los graves problemas
que tenemos para gobernarnos es un cambio en las reglas del juego. El
juego, tan trampeado, tan dañino, ahora. Si el experimento un millón
de veces realizado, tan de igual forma ejecutado, y con los mismos
ingredientes, no funciona, lo lógico, lo racional -que es lo que
suele ir bien a estos asuntos-, es hacer otro experimento diferente.
Ahora: ¿puede Syriza cambiar las reglas del juego en Grecia abriendo
una grieta en la Europa del cetro eterno y la eterna cadena? Lo
prometen al menos, ya es algo. Surge la fe -alimentada en los últimos
tiempos y aceptada de grado por los muchos que la anhelaban-; por lo
pronto su elemento optimista; nos mantenemos -todos quietos y atentos
a la voz de “ahora”- a la espera del requerimiento de voluntad,
el deseo y su empeño. La voluntad exigirá grandes sacrificios. La
voluntad alimentará la fe y ésta recompensará a la voluntad
(chasqueo la lengua de nuevo después de un suspiro del teclado, es
desconfianza o incredulidad, y me digo: ojalá todo cambie, que esto
no siga tal y como está).
Algo así debió pensar
alguno -o todos- de esos terroristas que nos rompieron el alma a
golpe de gatillo en París. Hicieron la voluntad de su señor:
defendieron la memoria del profeta. Tenían fe en Alá, mataron y
murieron por él, por su fe. ¿Es cierto esto? ¿Lo es realmente? Nos
han dicho que sí, hemos visto que sí, la historia reciente nos
muestra que sí, que estas cosas pasan por esa razón. ¿Y por qué
algo dentro de mí -profundo, incomprensible- no deja de decirme que
no, o que la explicación por la fe me parece superficial cuando no
interesada, necesaria incluso? Que ciudadanos franceses -nacidos en
Francia- asesinen a otros ciudadanos franceses por motivos que
mezclan una caricatura con una religión en particular se me antoja
la consecuencia inevitable de un problema profundo -y bien arraigado-
social; más que el fin de la parte de voluntad que alberga la fe.
Cuando toqué este asunto por primera vez en este blog recuerdo que
en el mismo texto se mencionaba al ISIS y a otros ejércitos
fanáticos de ideologías similares. Bien es cierto que el ISIS y los
asesinos de París comparten religión. Pero la distancia -en todos
los sentidos- entre ambos sugiere la coexistencia de dos problemas
bien diferenciados, y no dos partes de un mismo problema. Y sin
embargo sí fue la fe de estos franceses lo que los llevó a matar.
Los llevó a matar, es importante. La fe como un vehículo. Decíamos
al principio que la fe es una sana actitud para la mente, cuando no
algo indispensable para la cordura o una buena salud psicológica. La
fe como un vehículo, como una forma de instrumentalizar seres
humanos. La necesidad alimentada por la fe. Pero no es la fe quien va
a matar, parece más asesina la necesidad de ella, y esto es algo en
lo que no se ha reparado un sólo segundo en todos estos días en los
que al pensamiento radical se ha respondido en su justa -e igual de
estúpida- proporción. Ahora es un imposible, pero la verdadera
respuesta a qué pasó en París murió en el mismo momento en que
los asesinos perecieron recibiendo su propia medicina. Los policías
que los abatieron -de forma totalmente legal- lo hicieron por una
orden, por supuesto, pero también lo hicieron movidos por su fe en
un sistema de leyes en particular. Al final de todo aquello no quedó
más que muerte sobre muerte.
Alguien me dijo en cierta
ocasión -era la primera vez que escuchaba algo así- que las guerras
jamás se hacían por cuestión de religiones. Ella era una mujer
croata ya mayor que había sido víctima y testigo de la guerra en
Bosnia i Herzegovina. Procedía de una familia campesina y trabajaba
como intérprete para las fuerzas desplegadas bajo mandato de la
OTAN. Había aprendido español viendo telenovelas en su juventud.
Desde entonces me interesé por saber si lo que ella me había dicho
era verdad. Sus palabras de ser humano tristemente privilegiado me
han hecho pensar mucho en todo este tiempo. Las palabras de estos
seres humanos, de los muchos que me he ido encontrando emergiendo
como fantasmas de distintas tragedias, adquieren para mí un valor
especial. La filosofía por la que rijo mis pasos y pensamientos debe
mucho a estas personas. Habían superado traumas importantes, nunca
dejan de tenerlo presente. La fe en la vida los hace grandes. Y la fe
mueve montañas. Lo hace en Grecia como lo hizo en París. La fe
mueve montañas. Para bien y para mal.