Ya circula por ahí; es
expuesta a sus primeras lecturas críticas. Después de tres años no sé qué
decirle, hemos pasado lo nuestro. Se
lo tienen que decir otros, sin menoscabo del amor que siento por ella y cada
una de sus páginas. De vez en cuando vuelvo a soñar con ellos y su mundo, el
mundo -que creo desconocido, es el motivo- a través de mis ojos.
Vivir caminando sobre
el alambre tiene sus ventajas. La confusión es un estado de permanente interrogación.
Y siempre dije que este era un oficio de la duda. También cuando miro los
poemas -que no leo, ni siquiera toco-, ahí, encuadernados, lastimados por la
vergüenza de quien creyó en su necesidad, siento la obligación de odiar la mano
que los compuso por lo incómodo del ejercicio autocompasivo. Fue quizá por ello
que decidí esquivarlos.
Los comentarios llegan
y lejos de la afectación que esperaba me mantengo fuera de todo. Al margen. Las
palabras y voces en el texto me son ajenas. Puedo
dar por acabado esto, me digo, ya lo has
perdido todo, sentencio, otra vez. Qué
más da. Podemos volver a empezar. E punto F, haga de nuevo su apuesta. Hay
quien no puede vivir si no es fugándose de los sinsabores de la realidad, de la
impureza en nosotros, del asfalto y el hormigón.
Ya dije que cuando José
Alberto López te llama has de decir sí, sea por la responsabilidad de asistir a
la obligación que impone el arte de quien maneja un verdadero talento, algo que
por mucho que insistamos, no, no es abundante. Así que creo oportuno exponer y
alardear de amistad artística y virtual: CROMOmagazine 12, GRIS. Acompañando a
la fotografía de Aleix Plademunt. Qué decir: gracias, siempre a ti.
Despuntaba el alba, tan
lejos.
Bebía, sentado
-disfrutando de la penumbra, del plomo en las entrañas-, cuando llegó, un don
nadie como cualquiera.
Yo la miraba.
Las aspas del ventilador
removiendo humo, el vapor de las copas sobre la música de otro tiempo; la
batahola tras la barra clandestina, la borracha y danzarina y exótica Suzanne
atenuada en el centro del cosmos.
-Sé de lo que hablas
-dijo-; también estuve enamorado.
La mesa baja, cómplices
desconocidos, uno frente al otro -yo también...-, y en medio el cenicero que
apenas se usaba para erigir una pirámide de ceniza. En la calle y solo aullaba
el perro de las noches en los barrios sin luz; de aire desoxigenado por el
vómito de las chimeneas de la fábrica.
Si nos despedíamos no
era porque fuera hora de cerrar. Amanecía. Ella seguiría allí. Y él ya se
alejaba, taciturno.
-Cuánto lo siento
-mentí.
Asintió.
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